miércoles, 7 de noviembre de 2007

Félix Coluccio - Folklore -

A juzgar por la energía que despliega, se diría que el bastón en que se apoya es una coquetería de este señor amable de recientes 90 años. Félix Coluccio es uno de los folklorólogos más reconocidos en nuestro país, América y el mundo. Dedicó sus días a la pasión de hallar, clasificar, recopilar, describir, difundir costumbres de los pueblos, hechos tan profundamente arraigados que ya no son de nadie y son de todos. Aún hoy escribe y publica, con ánimo y método que muchos jóvenes envidiarían. Sus libros ya son más de 50, y siguen los títulos.
Desde su recordado Diccionario folklórico argentino –dos volúmenes de 1948 que constantemente revisa y aumenta–, una interminable lista de tradiciones, fiestas, juegos, mitos y devociones populares desbordan de sus textos. Ha documentado unas 850 leyendas. Sus definiciones les dieron forma a diccionarios tan apreciados por académicos de letras como por curiosos aficionados: Voces y expresiones argentinas, Creencias y supersticiones argentinas y americanas, Juegos infantiles latinoamericanos, entre otros. Tamaña riqueza de material no pudo menos que recrearse, luego, en libros de cuentos para chicos y grandes. Movidos por idéntico afán de investigación, sus hijos –Marta, Susana, Amalia y Jorge– lo acompañan en la tarea. Con Devociones populares argentinas y americanas aún tibio de la imprenta –después de El diablo en la tradición oral de Iberoamérica–, Coluccio prepara un trabajo sobre la muerte, sus ritos y significados.
“Hace poco se equivocaron y le pusieron mi nombre a una escuela de folklore”, dice con humildad Félix Coluccio, director en dos oportunidades del Fondo Nacional de las Artes. Se mueve en medio de un pintoresco caos de papeles y libros, un desorden con ley propia al que llama “la cueva”, donde resguarda anécdotas y datos. Lleva su eterna boina en la cabeza. Es sencillo, al modo de los caminos de polvo recorridos para escuchar el pulso de las comunidades perdidas en sierras o campos. Hospitalario como las gentes que le han regalado historias de antepasados remotos en toda América latina.
Además del investigador a quien le llueven homenajes y premios, es un abuelo encantador –tiene once nietos–, de los que sugieren “¿no te llevás un saquito?”, pero saben dejar hacer. No cuesta imaginarlo hace más de medio siglo, junto a sus hijos pequeños, cuando les contaba cuentos aprendidos de su madre, una calabresa casi analfabeta, plena de historias sobre campos de lino, vides y olivares mediterráneos.
Maestro, profesor de geografía y de educación física, subsecretario de Cultura de la Nación en 1975 (“anduve ambulando por todo el país, visitando centros culturales y artísticos, aborígenes, llevando exposiciones, libros”), Coluccio impresiona como una enciclopedia viva, un compendio de datos de la cultura popular. Se le escapa un relato tras otro: desde la procesión jujeña de la Virgen de Punta Corral en Semana Santa hasta la devoción a la sanjuanina Difunta Correa o la reciente mitificación de los bailanteros Gilda y Rodrigo, pasando por la leyenda europea de la flor de Ilolay.
–¿Aún siguen descubriéndose fenómenos folklóricos? ¿Cómo y dónde se encuentran?
–Siguen surgiendo, en todo el mundo, y todavía no están estudiados exhaustivamente. En algún momento, a raíz de estudios, afloran: son fenómenos anónimos que tienen desde cien (se ha acordado que es el mínimo de vigencia para ser considerados folklóricos) hasta miles de años; en Europa hay leyendas que nacieron en la Edad Media. La ciencia de la investigación folklórica estudia los hechos culturales que se dan en comunidades lo menos contaminadas posible con la cultura contemporánea, con el progreso, tal como ocurre en las ciudades. Hay que meterse por caminos laterales, llegar a pueblos, patear horas y horas. Son lugares donde apenas hay escuelas primarias, o ni siquiera eso, donde se guarda un hondo sentido tradicional con los ancestros. Las danzas mapuches, por ejemplo, son rogativas a los dioses, costumbres que vienen de los antepasados, relacionadas con la explicación de fenómenos. Cada paso de la danza representa algo de su mundo interior y exterior. El folklore es filosofía, es tomar una actitud seria frente a diferentes hechos de la vida.
–¿Qué lo impulsó a trabajar en esta materia?
–Empecé a dar Geografía humana, lo que implicaba viajar a las comunidades. Y después tuve la amistad del más grande estudioso del folklore en la Argentina, Augusto Raúl Cortazar. El me fue envenenando, me decía “yo te voy a pasar el veneno del folklore”. Hasta que me contagié y ya no paré, me dediqué más al folklore que a la geografía.
–¿Una anécdota de Cortazar?
–Para la segunda edición del diccionario de folklore le pedí que me hiciera el prólogo. Me dijo “sí, te lo hago, pero primero te ordeno la bibliografía, porque la forma en que la presentás vos (alfabéticamente) es un mamarracho”. Un domingo a la mañana apareció en mi casa con una valijita (tuve que empezar a buscar entre mis papeles), y se llevó el diccionario. ¡Eran 1500 fichas! A la semana tocó el timbre y me lo entregó, presentada al modo científico: de eso dejo constancia en el libro. Resultó un trabajo fundamental, que luego fue considerado no sólo una bibliografía del libro, sino de todo el folklore.
–¿Cómo surge una devoción, un mito?
–Por instinto popular. A la gente no muy ilustrada le despiertan mucha piedad las tragedias en las cuales hay muertos, especialmente jóvenes, como los casos de Gilda o Rodrigo. En Salta hay una devoción a Juana Figueroa, una mujer muerta por su marido celoso. Aunque estos cultos son paganos, en el fondo tienen un hondo sentido religioso: les ponen crucifijos, estampas de la Virgen, la foto de un boxeador, no se hace una selección. También a las cosas que no pueden explicarse racionalmente se les atribuye un origen sobrenatural.
–¿Las devociones son diferentes según el estrato social?
–La devoción popular es propia, en general, de las clases medias bajas o medias. Pero, por ejemplo, en San Juan, a la Difunta Correa la veneran también las clases altas. Gente de todo tipo la recuerda, con un sentimiento de piedad muy grande hacia esa mujer que murió de sed en el desierto mientras escapaba de sus perseguidores y aún después de morir siguió amamantando a su chiquito hasta que los encontraron unos arrieros. ¡Y eso no es cuento! Cuando yo estuve allí, becado para hacer un estudio, el gobernador mismo me dijo: “No va a encontrar sanjuanino que no le rinda culto”. Era cierto.
–¿Qué hace que una leyenda se mantenga viva?
–El interés que despierta. Perduran las más arquetípicas; algunas son eternas.
–¿La globalización y el turismo atentan contra el folklore o ayudan a difundirlo?
–Y..., a nosotros, los que estudiamos seriamente el folklore, no nos gusta la globalización, porque uniformiza... No me opongo ni abro juicio, ni sé bien qué es. Una vez, en un congreso de folklore un periodista me preguntó sobre eso y al día siguiente apareció como título en el diario: “Coluccio dice que globalización es mala palabra”. En cuanto al turismo, bien orientado debería ir del brazo del folklore, pero lamentablemente no se entiende así...
–¿En qué situaciones tuvo que “creer o reventar”?
–No, yo estudio y aíslo mi personalidad respecto de eso. Reflejo los fenómenos, no los juzgo.
–¿Adoptó alguna superstición?
–No, ...
–¿Pero no cree en las brujas?
–Que las hay, las hay... Fueron famosas en toda la historia de la humanidad... ¿Usted cree en el diablo? Existe, ¿no? Cuando escribí sobre él, todos los que consulté, quien más, quien menos, creía. Yo sí creo, no en el tipo de los cuernos, sino en el mal, que desemboca en tragedias humanas...
–Habrá conocido a muchos que dijeran haber participado en una Salamanca.
–Síííí...
–¿Usted fue de la partida?
–No, nunca, no por temor, sólo que no tuve oportunidad. Un amigo catamarqueño me decía “venite, venite con nosotros”. ¡Lo doy por cierto! No es que suceda todo el aquelarre que se cuenta, pero... ¿Usted cree en el daño? Yo creo que existen los que hacen daños, y fuertes. Yo tendría trece o catorce años, un día fui a ver a unos compañeros a una casa de conventillos. De pronto una mujer hace pasar a otra, la bruja, para que le dijera con quién la engañaba su esposo. La bruja puso una palangana con agua en la mesa, los vecinos se reunieron alrededor, la bruja hizo su brujería y la mujer vio la figura de la mujer que le robaba a su marido, salió corriendo con un cuchillo gritando que la iba a matar. Finalmente a la otra la mataron. Pueden hacerse algunas cosas increíbles por superstición.
–¿Cómo es su trabajo sobre la muerte?
–La muerte tiene cientos de ritos diferentes en los pueblos del mundo. Para unos es trascender, la recubren de toda grandeza y espiritualidad; para otros es una fatalidad. En algunos lugares se forman coros de rezadoras, de mujeres que lloran, de niños. Se toma caña para paliar el frío de la noche, se dicen chistes y adivinanzas, se festeja. Cuando muere un niño, amado e inocente, se hace en algunos lugares “el velorio del angelito”. Se bajan nudos del ataúd, y por cada nudo se dice una oración con el mensaje que el niño debe transmitir cuando llegue al cielo...
A Félix Coluccio las anécdotas lo persiguen. Cada uno de los recuerdos de tantos viajes –imágenes de ídolos o santos populares, duendes, máscaras, esculturas– que guarda en su casa, tiene su historia. Finalmente, se detiene en una foto en sepia, de sus padres: “¡De chico yo era un atorrante! Agarraba la calle, me iba con mis amigos y no volvía hasta tarde... Cambié totalmente cuando cayó en mis manos El hombre ilustrado, de José Ingenieros: me hizo ver que había que ser alguien en la vida...” A la vista, una meta más que superada.

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